Archivo por meses: May 2014

relevo.

Al abrir los ojos me di cuenta inmediatamente de que yo no era yo. Algo había cambiado durante la noche. Dominé mi terror y moví la mano. Aunque no la miré al hacerlo, pude sentir que había una mano y que esa mano obedecía mi voluntad; este hecho me tranquilizó. Me incorporé lentamente y salí de la cama, mi cama. Qué era lo que había cambiado? No lo sabía, pero me bastó dar dos pasos para confirmar más allá de toda duda, con una punzada de vértigo, que yo no era yo. El corazón me latió deprisa. Qué iba a hacer? Entré en el baño y me miré al espejo. Vi a un desconocido frente a mí que me miraba con el mismo espanto con el que yo le miraba; Bajé los ojos, dominando apenas una oleada de pánico que amenazaba con arrasar mi cordura.

Volví a mi habitación y me senté sobre la cama, sin atreverme a levantar los ojos del suelo. Intenté recordar lo último que había hecho la noche anterior. Había escuchado a los Beatles y leído, un domingo cualquiera, no había salido de mi casa excepto para dar un paseo al anochecer, y me acordaba perfectamente que en ese momento yo era yo.

Volví al cuarto de baño. Me miré otra vez en el espejo. Miré a ese desconocido a los ojos. Era cierto que tenía mi rostro, mis brazos y piernas, mi torso; pero era evidente que no era yo. Era cierto que tenía incluso mis ojos. Pero la mirada tras ellos, yo no la había visto antes jamás en mi vida. Era una mirada que decía cosas que yo no podría decir nunca.

Tomó con mi mano el cepillo de dientes, comenzó a lavarse mis dientes.

Duchó mi cuerpo, tomó una de mis toallas y lo secó con mis manos, fue al armario y escogió una camisa que detesto. Mientras me la ponía, sentí de pronto que él también acababa de darse cuenta de que no era yo. Lo sentí con una especie de desolación repentina que me dejó en la garganta un regusto a lágrimas, una desolación que me hizo pensar en amores perdidos y sueños naufragados, en días para los que nunca había habido una segunda oportunidad.

– No habrá una segunda oportunidad! – grité.

Volvimos al cuarto de baño. Nos quedamos mirando la cuchilla de afeitar.

 

trioloptemo.

Hay una palabra que siempre me ha acompañado, desde los tiempos oscuros de la infancia: trioloptemo.

Es una palabra bella y natural, me pregunto cómo llegué hasta ella. Desde que tengo recuerdos, siempre ha estado conmigo. En vano la he buscado en todos los diccionarios, en las enciclopedias, en Google; no hay rastro de trioloptemo sobre la faz de la tierra. Es una palabra que sólo a mí me pertenece, pero yo estoy seguro de no haberla inventado.

Un amigo versado en griego clásico (razón más que suficiente para mantener su anonimato) me recuerda que trioloptemo podría traducirse como tres ojos. También, que el nombre del cíclope al que cegó Odiseo con su astucia se llamaba Polifemo, nombre que suena bastante parecido a mi palabra. Parece claro, me dice, que al leer la Odisea en tu adolescencia – periodo en el que, además, estudiaste en la escuela algo de griego – creaste la palabra inconscientemente, y luego creaste un falso pasado en el que la recordabas desde siempre. Y es que al final, remata mi amigo, todo se queda en la Odisea.

Parece una buena explicación, y en cuanto llego a mi casa me meto en el sótano, me acerco al trioloptemo que acecha en la sombra de su jaula, y me quedo mirando sus pequeñas y numerosas garras, las alas suaves, el brillo azulado de su piel dentada. Le tiro un pajarito, que atrapa de un salto entre sus fauces, sin apenas darle tiempo a remontar el vuelo, Ojos no tiene ninguno, me pregunto por qué lo llamé trioloptemo.