Archivo de la etiqueta: Turing

Sobre Oscar Wilde.

Demasiado borracho para escribir, demasiado sobrio para vivir. Voy directo del trabajo a la tienda de licores: más vale vivir que escribir.

+++

El 18 de Febrero de 1895 el Marqués de Queensberry, padre de Lord Alfred Douglas, joven amante de Oscar Wilde, dejó su tarjeta de visita en el club londinense del que Wilde era socio con el encargo de que le fuese entregada, no sin antes garabatear sobre ella: ‘Para Oscar Wilde, que actúa como un sodomita’, escribiendo sodomita con una falta de ortografía. Esta ofensa no era sino la última en una serie que incluyó previos insultos en lugares públicos, un intento de humillar a Wilde en su propia casa, y un plan fallido para arrojar verduras podridas sobre el autor durante el estreno de Un Marido Ideal, plan que no pudo llevarse a cabo gracias a la intervención de un oportuno chivatazo.

El resto es bastante conocido; Wilde, que era ya considerado como el mejor autor teatral de su tiempo, presentó cargos contra el Marqués de Queensberry para proteger su honor – la comisión de actos homosexuales era un delito – y menos de cinco meses después estaba en bancarrota, condenado a dos años de trabajos forzados para purgar un delito contra la moral pública, y convertido en un apestado cuyo nombre no podía ni siquiera figurar al frente de sus obras.

Al leer las actas de los interrogatorios a Wilde durante su juicio, gratifica encontrar que algunas de sus réplicas están a la altura de los grandes momentos de su teatro. Wilde derrocha ingenio, como si estuviese en medio de un juego, y parece en general mucho más preocupado de imponer su superioridad dialéctica que de establecer su inocencia. Cuando está narrando un intento de chantaje por parte de un prostituto que tenía en su poder una de sus cartas comprometedoras a Lord Alfred Douglas, dice: ‘Miré la carta, y vi que estaba extremadamente deteriorada. Le dije (al prostituto), ‘creo que es bastante imperdonable que este manuscrito original mío no haya sido tratado con mejor cuidado’.  Preguntado por la naturaleza de su relación con un vendedor callejero de periódicos, responde: ‘Nunca había oído hasta ahora que su ocupación era vender periódicos. Es la primera noticia que tengo acerca de su conexión con la literatura’. Al ser cuestionado sobre ciertos regalos que hizo a un muchacho, aclara: ‘Le compré un bastón y un traje y un sombrero con un lazo brillante, pero no soy responsable del lazo’. Y cuando, en relación al contenido claramente homoerótico de una carta a Lord Alfred – carta que él califica de mero poema en prosa que no debe ser tomado de forma literal – se le pregunta irónicamente si escribe muchas de ese estilo, Wilde protesta con energía: ‘Yo nunca me repito en estilo!’.

Hay algo admirable y también conmovedor en este Oscar Wilde que se afana en seducir con epigramas ingeniosos a la audiencia que finalmente habrá de condenarlo. Uno no sabe si llamarlo coraje o ceguera suicida. Mientras pende sobre él una acusación de una carga moral -para su época – equivalente a la que la nuestra reserva para los delitos de pedofília extrema, Wilde insiste en ser el que es: el alma de la fiesta. Solamente que esta vez la fiesta no acabó como debía.

Wilde fue condenado y pasó dos años en dos de los terribles presidios ingleses de su tiempo. A su entrada, así como en el cambio de presidio a presidio, la turba (que nunca falta a este tipo de citas) se agolpó a su alrededor, intentado agredirlo entre insultos y escupitajos. Cuando salió libre,  con su salud corrompida irremediablemente por las condiciones de su estancia en la cárcel, había perdido todos sus bienes y todo su dinero (fueron embargados para costear los gastos de su juicio) y era un maldito de pleno derecho, con quien nadie honorable querría ser visto en público. Se marchó de Inglaterra – a la que ya no volvería jamás – y se estableció en París.

Duró algo más de dos años en los que se mantuvo gracias a la generosidad de unos pocos amigos verdaderos, compartiendo cama con la miseria en la habitación de un hotel barato y gastando lo poco que tenía en emborracharse. Sin que el enorme éxito de su poema La Balada del Penal de Reading – que firmó con el pseudónimo ‘C.3.3.’, su nombre en presidio – pudiese hacer nada para aliviar la angustia crepuscular de sus días finales. Por cierto que Wilde decide publicar dicha balada en una revista llamada Reynold’s Magazine porque esa revista, escribe a un amigo, ‘circula ampliamente entre los miembros de la clase criminal, a la que ahora pertenezco. Por una vez seré leído por mis iguales. Una experiencia nueva para mí!’. El tono de frases como ésta demuestra que Wilde nunca dejó de ser Wilde, incluso en sus peores momentos. Cuando sintió la muerte cerca, dijo: ‘Voy a morir como he vivido; por encima de mis posibilidades’.

Creo recordar que Wilde obtuvo el perdón real sobre su caso a título póstumo, hace algún tiempo. No hace mucho le fue concedido también al matemático Turing, a quien, en agradecimiento por haber salvado literalmente la vida de cientos de miles de soldados – se calcula que su desciframiento de los códigos alemanes acortó en al menos dos años la II Guerra Mundial – la justicia de Su Majestad tuvo la delicadeza de dar a elegir entre la cárcel o la castración química, tras ser descubierta su relación amorosa con un buscavidas de diecinueve años.

No deja de ser irónico, casi la ocurrencia de algún Wilde siniestro, que en casos como el de Wilde y Turing otorgen el perdón aquéllos que debieran pedirlo, mientras se apresuran a organizar celebraciones y centenarios en honor de las vidas que arruinaron.

.